domingo, 29 de enero de 2012

Un Artigas loco, un Lautréamont asesino

Por Juan Terranova

Estuario Editora, el sello montevideano más interesante del momento, acaba de sacar La vista desde el puente del uruguayo Ramiro Sanchiz. Mezclando novela negra, novela familiar y novela de tesis, Sanchiz genera una ucronía donde Artigas se transforma en emperador loco y conquistador de la Argentina y el sur de Brasil. Aparte, el Conde de Lautréamont es un asesino serial, los Beatles no existen y una secta esotérica está matando líderes aborígenes. Con ese escenario, el crítico Federico Sthal, protagonista principal y casi excluyente de las narraciones de Sanchiz, intenta reencontrarse con la figura de un padre suicida.

¿Cómo se te ocurrió la idea de La vista desde el puente?
Siempre me interesaron las ucronías, desde mis primeros años de lector obsesivo de ciencia ficción, allá por 1991-1995. Hace unos dos años y medio o tres años anoté distraídamente tres momentos de la historia uruguaya que podrían ser fértiles a la hora de componer ucronías: la dictadura militar de 1973-1985, las presidencias de José Batlle y Ordoñez (1903-1907, 1911-1915) y, por supuesto, la llamada “gesta artiguista”. La primera generó a mediados de 2010 la nouvelle Nadie recuerda a Mlejnas, que fue publicada por la editorial Reina Negra a principios de 2011, y también –escrita en enero de 2010 si mal no recuerdo– la novela La historia de la ciencia ficción uruguaya, que por ahora permanece inédita. Mlejnas, de hecho, es una clara secuela de La historia… En cuanto a la ucronía batllista, hasta el momento he investigado mínimamente sobre el tema y no he logrado dar con un punto jonbar (o punto de inflexión: el instante a partir del cual la historia presentada en la ficción se aparta de la real) adecuado, viable o fértil. La opción artiguista (o antiartiguista, como ha señalado el crítico Gabriel Lagos) llevó casi seis meses de preparación y lecturas; en algún momento de ese lapso di con un relato de la batalla de Tacuarembó (22/1/1820) que me pareció adecuado para utilizar como punto de inflexión. Generado así el marco histórico (alt-histórico, digamos) empecé a pensar en una historia para contar con ese telón de fondo y opté por una historia vagamente policial que involucra un asesino en serie de charrúas (que en esta historia no fueron exterminados, como sí sucedió en la realidad). El asunto “asesinos en serie” me permitió dar con uno de los detalles más interesantes –en mi opinión– de la novela: la idea de que en este mundo Isidore Ducasse en lugar de viajar a Francia y convertirse en el Conde de Lautréamont, opta por permanecer en Uruguay y volverse un asesino serial.

¿Cómo llegaste a esa idea, de Lautréamont asesino serial? ¿Y a la de Artigas dictador loco? 
En cuanto a Artigas, me parecía una prolongación bastante evidente del perfil histórico del caudillo. Siempre sentí como especialmente interesante que los uruguayos eligiesen como figura fundamental de la patria a quien esencialmente fue un desertor; al mismo tiempo, la evolución del Artigas “real” entre 1811 y 1820 es, claramente, un proceso hacia el autoritarismo. No me pareció difícil postular que dadas ciertas victorias militares y otros hechos de relieve (campañas de conquista de territorios vecinos, etc), ese autoritarismo incipiente pudiese desembocar en convertir a Artigas en un tirano al estilo de Gaspar Rodríguez de Francia, por poner un ejemplo. La locura, en cualquier caso, es debatida por los personajes de la novela; me pareció interesante ofrecer dudas y versiones también de esa historia, que, como la nuestra, la “real”, no es más que una ficción. Lautréamont siempre me fascinó, desde mi primera lectura del Maldoror allá por 1996. Lo imaginé asesino serial, sí (lo cual es fácil y obvio dado lo narrado en los Cantos: es hasta una lectura primaria e ingenua, me parece), pero también escritor: escribe una Confesión que, en la historia planteada por la novela, es un objeto literario anómalo e ilegible, un poco como fueron los Cantos. Quizá a mi Lautréamont le faltó la ventaja de un movimiento surrealista que lo devolviera a la humanidad; en todo caso, es posible que Federico Stahl, mi protagonista, se haya propuesto oficiar de esa manera.

En la novela, hay un homenaje muy puntual a Levrero citándolo con su “otro nombre”. ¿Cómo se lee a Levrero ahora en Uruguay?
Antes que nada, es posible que se lo esté leyendo un poco más; un poquito más, diría, gracias al trabajo de las dos editoriales trasnacionales que han adoptado su obra y, también, a los esfuerzos de HUM e Irrupciones, que han reeditado buena parte (y de hecho lo mejor, por parte de HUM) de su narrativa breve (por lo “mejor” entiendo Todo el tiempo, Aguas salobres y Los muertos, los tres editados por HUM; La máquina de pensar en Gladys, pese a sus aciertos notables y su simpatía entrañable, no me parece un título mayor dentro de la bibliografía levreriana). Luego está la cuestión de los “levrerianos”, como los llamó un crítico hace ya varios años, grupo de escritores vinculados a los varios talleres que Levrero impartió a lo largo de muchos años; esta sectícula funciona con gran cohesión interna y también lo que parece un conjunto de códigos de fidelidad muy interesantes. No los he leído a todos, pero me llama la atención lo poco levrerianos que son los llamados levrerianos: ninguno o casi ninguno apela al cuidadoso fantástico de la escritura del maestro, por ejemplo; a lo sumo se esfuerzan por recorrer la senda de hiperatención a lo cotidiano y, mínimamente, la vuelta más metanarrativa (El discurso vacío, por ejemplo). Se ha señalado también la influencia de Levrero en escritores de mayor talla, como Pablo Casacuberta (a quien considero terriblemente sobrevalorado), Fernanda Trías, Daniel Mella (quienes escribieron dos de las mejores novelas de la literatura uruguaya reciente, La azotea y Derretimiento, respectivamente) e Inés Bortagaray; ambos fueron amigos de Levrero y recibieron, cabe suponer, su influjo. También me parece interesante pensar que los levrerianos siguen al Levrero pensador más que al Levrero autor de ficciones, y el primero es, claramente, muy inferior al segundo. Pero no sé si estoy respondiendo tu pregunta. En lo personal, estoy decantando una lectura/relectura casi obsesiva de la obra de Levrero, que operó especialmente entre 2007 (todo comenzó con La novela luminosa y la manera en que me convenció de renunciar al trabajo –vendedor de libros en un Shopping– que tenía en ese momento) y 2010; mis amigos escritores más cercanos no están, me parece, especialmente pendientes de Levrero. En cualquier caso, es el último “gran escritor” de la literatura uruguaya, quien, me atrevería a arriesgar una hipótesis, siempre será un autor de culto. Me interesa en este momento colocar a Levrero casi en las antípodas (la izquierda, digamos) del centro del canon Uruguayo del siglo XX, Juan Carlos Onetti, en cuanto a la naturaleza de las ficciones y, a la vez, a la derecha (la continuidad, digamos) de la ética onettiana del escritor, que es, en mi opinión, una de las anclas más poderosas a las que gustosamente atan sus piernas tantos escritores uruguayos de mi edad.

Una vez me dijiste que tenías ganas de mapear la literatura uruguaya joven. ¿Quiénes son los que te gustan más, los que te resultan más afines?
Pregunta difícil. En cuanto a la afinidad… quizá podría decirte que me siento un poco más afín a lo que hace Agustín Acevedo Kanopa (Antes del crepúsculo) o, en todo caso, a sus actitudes. Después te diría que reconozco el valor de una serie de escrituras y proyectos pero no me siento identificado con sus pautas. También podría decirte que por su trabajo sobre lo casi-fantástico y lo cotidiano, y también sobre el extrañamiento, el libro El increíble Springer, de Damián González Bertolino, me parece de lo más interesante que ha sido publicado por mi “generación” (y uso este término en el sentido más simple imaginable, el de “gente con más o menos la misma edad”); en ese sentido, me siento más afín a Damián que a Rodolfo Santullo y su trabajo con la novela negra, por ejemplo. Una lista de los mejores (o más interesantes) libros publicados desde el 2000 hasta acá por gente de mi edad debería incluir, en mi opinión, a Natalia Mardero y su Posmonauta (y también su Guía para un universo), a Jorge Alfonso y su Porrovideo (libro que, además, sincronizó su aparición con la de la editorial HUM –y en particular su sello Estuario–, lo que inició una nueva etapa de la literatura uruguaya), a Pedro Peña con su colección de cuentos de ciencia ficción Eldor, a Gabriel Schutz con su Rapsodia nocturna (también podría agregar a Schutz en mi lista de “afinidades”), a Fernanda Trías (como ya te dije) con La azotea, a Horacio Cavallo por su novela Oso de trapo (Cavallo representa quizá la línea más onettiana de la nueva literatura uruguaya), a Rodolfo Santullo con su novela Cementerio norte, a Martín Bentancor con su nouvelle El despenador, a Agustín Acevedo Kanopa por Antes del crepúsculo y pocos más. Me gustaría añadir a gente de una generación digamos inmediatamente anterior, como Pablo Dobrinin, que cultiva la literatura fantástica y slipstream (en la definición de Bruce Sterling), y también destacar a los escritores nacidos en la década de 1960, entre ellos Carlos Rehermann y Gustavo Espinosa. Otros libros de mi “generación” que me parecen valiosos (aunque no tan interesantes en el sentido de que no me parecen fundadores de un proyecto de escritura y/o de escritor) son Prontos listos ya, de Inés Bortagaray, Mecanismos sensibles, de Leonardo Cabrera, y Parir, de Andrés Ressia.

La vista desde el puente es parte de una trilogía. ¿Podés adelantar un poco las próximas novelas?
En rigor por ahora existen sólo como una nebulosa de notas y algunos fragmentos tentativos, ante todo porque estoy dedicándome a otras cosas: una novela no ucrónica y mucho más digresiva titulada El gato y la entropía #12 & 35, dos nouvelles (La novela de Mallarmé y Diario del fin del mundo), y dos ucronías a escala global (por ahora sin título). De todas formas,  tengo especialmente claro que la tercera parte de la trilogía no será una novela convencional (en el sentido en que La vista… sí lo es, con un narrador casi siempre en tercera persona, que mantiene el hilo y la integridad del discurso), sino que apelará a una estructura quizá más fragmentada o erosionada; también sé que la acción transcurrirá en varias localizaciones, entre ellas Punta de Piedra. En ella desembocará la línea más maldororiana, por llamarla de alguna manera, y probablemente incluya íntegra la Confesión de Lautréamont/Ducasse. En cuanto a la segunda, transcurre en Montevideo y retoma el clima más policial –o de novela negra–, e involucra mucho más al personaje de Jorge Varlotta/Mario Levrero.

 Publicada en HiperCrítico, el sábado 28 de enero de 2012

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