sábado, 1 de diciembre de 2012

Me teñí el pelo de naranja








 “Me teñí el pelo de naranja como Bowie
Una cara no tan nueva (publicó más de una decena de libros) se empieza a hacer ver cada vez más en el mundillo de las editoriales independientes. Ramiro Sanchíz, escritor y periodista, se aparta un momento de sus clásicos relatos ucrónicos y se mete de lleno con el rock que suena en ellos.
            He aquí un invento: una jukebox literaria. Funcionaría así: después de flippear las bandejas metálicas en las que reposan varios libros, se marca el número del elegido, la rockola lo expide y, como grand finale, hace sonar las canciones que él menciona.
            Tarde piaste, pajarito, porque así funcionan las obras de Ramiro Sanchíz. Sus relatos se mueven como una especie de máquina generadora de links frenética, por la permanente y numerosa cantidad de referencias musicales que pone a disposición. Uruguayo, Sanchíz integra ese grupo de escritores que está bueno leer con el Google a mano y que vale la pena dar a conocer.
¿Cuán imprescindible es poner en tus relatos cosas que tengan que ver con la cultura rock?
No sé si imprescindible es el término que usaría. Constato que muchas metáforas, analogías o formas de pensar de alguna manera asumen la cultura rock, se desprenden de ella, la extrapolan. Está en mi ADN, supongo, como si comparara las tetas maravillosamente formadas y discretas de fulanita con Revolver o las grandes y quizá más imperfectas de menganita con el Álbum Blanco. Cualquier narrativa que pretenda reclamar vida para sí deberá acercarse a una épica. Lo hizo (William) Burroughs con sus queers y sus drogones, (Jack) Kerouac con sus hipsters, (Philip K.) Dick con sus desempleados que se ponen a hablar de filosofía -mientras los aliens invaden la Tierra– tras haber leído media entrada de la Enciclopedia Británica. También lo hizo (Roberto) Bolaño con sus poetas invisibles y derrotados. Si es verdad que se escribe de lo que se sabe, me gusta pensar que intento buscar esa mitología del rock invisible, under, fracasado.
           
Mencionaste discos de los Beatles, ¿en qué sentido el Álbum Blanco es más “grande e imperfecto” que Revolver?
Creo que Revolver es el mejor álbum grabado por los Beatles, como esfuerzo de banda, como LP redondo, pulido, casi perfecto (en segundo lugar pondría Abbey Road, sólo en tercero Sgt Peppers y, ahí pegado, Rubber Soul). Redondo, perfecto y “esfuerzo de banda” son calificativos que difícilmente sean aplicables al Blanco, que es mi disco favorito de los cuatro. Es excesivo, fuera de escala, audaz, y prefigura no sólo lo que harían los Beatles después (el plan “retorno a las raíces” del proyecto Get back/Let it be; el artesanado clásico “a la Beatle” de Abbey Road) sino casi toda la música de la década de 1970: punk (en “Everybody’s got something to hide” hay un riff que luego se convertiría en una firma de cualquier acto punk rock), protometal (“Helter Skelter”), moods postpunk (“Dear prudence”).
En alguna oportunidad dijiste que te sentías más cercano a la tradición literaria argentina que a la uruguaya, sobre todo en ciencia ficción, ¿en música te pasa lo mismo?
No me siento especialmente cerca de lo que conozco de la música argentina. Respeto la obra de gente como (Charly) García, (Luis Alberto) Spinetta o (Gustavo) Cerati, pero casi no los escucho. Ninguna banda uruguaya o argentina me marcó de verdad, como sí lo hicieron muchísimas anglosajonas.
¿Compartís el desagrado por la música de los ´80 que tiene tu personaje estrella Federico Stahl?
Stahl es un poco más fundamentalista que yo y sus amigos un poco más fundamentalistas que él. Por otra parte, cuando tenía la edad que tiene Stahl en buena parte de las ficciones que lo incluyen (Perséfone, sobre todo, o Vampiros porteños, sombras solitarias) pensaba casi lo mismo que él sobre los ’80. Ahora, quizá, he matizado un poco ese rechazo visceral, que era una herencia evidente de los ’90 y del hecho de que grandes bandas clásicas de los ’60 y ’70 vieran en los ’80 su peor momento: (David) Bowie con Never let me down, por ejemplo.
¿Qué disco o artista todavía no nombraste en tus obras?
Curiosamente, la respuesta a esta pregunta es bastante fácil y concreta: Bob Marley. Nunca me llevé bien con el reggae sino hasta hace poco. Para una novela que estoy escribiendo, concretamente para unos personajes que aparecen en un episodio en particular (una secta “neorasta” que actúa en Montevideo hacia 2018) investigué un poco la cultura y la religión rastafari y, para tener como banda sonora del proceso de escritura, me bajé unos FLACs de tres discos de Marley, Exodus, Uprising y Rastaman Vibration, que jamás había escuchado completos y que, ahora, a mis casi 34 años, terminaron por parecerme maravillosos.
¿La novela incluye a Stahl en otra realidad paralela?
La novela incluye a Stahl en una realidad que, a primera vista, es la misma –casi diez años más tarde– que encontramos en Perséfone y en cuentos como Bichos o Pisadas. Luego se vuelve evidente que se trata de una realidad alternativa en la que la tecnología alcanzó la llamada “singularidad tecnológica” (un momento en el que no es posible predecir el estado de la tecnología en un lapso breve, en gran medida porque aparecería una “segunda generación de computadoras”–es decir, computadoras diseñadas por computadoras–; el concepto fue ideado por pensadores como Vernon Vinge, Damien Broderick, Ray Solomonoff y Hans Moravec), en los primeros años del siglo XXI. En esa línea cronológica, allá por 2008, fueron construidas dos grandes Inteligencias Artificiales. La novela engancha con los planes para la construcción de la tercera y su instalación en una zona franca en Tacuarembó. Stahl está escribiendo una novela interminable y absurda, desconectado de todos los circuitos intelectuales por un escándalo que no se aclara demasiado, y apenas sobrevive junto a Rex, vendiendo marihuana transgénica y tocando música en los colectivos.
¿Ya hay planes de edición?
Como apenas llevo escrita la mitad de la extensión que más o menos le avizoro, no hay planes de publicación aún. Si todo sale bien, la terminaré hacia mediados de diciembre.
¿Siempre escribís con música de fondo?
Siempre. Ahora, por ejemplo, estoy escuchando el último disco de Slash con su nueva banda, y hace un rato sonaba The minstrel in the gallery, de Jethro Tull.
¿Necesitás que la música esté relacionada con el tema sobre el que escribís o la elección es al azar?
No busco una relación estricta entre lo que estoy escribiendo y lo que quiero escuchar, sigo el impulso del momento. De todas formas, siempre se produce alguna forma de comunicación  entre lo que suena y lo que escribo. A veces a niveles muy básicos: por ejemplo, mientras revisaba El gato y la entropía #12 & 35, una novela mía que publicará la editorial Reina Negra en diciembre, me puse a explorar la discografía de Yes y me enamoré especialmente de un disco bastante denostado, Tales from topographic oceans, que es excesivo y pretensioso, dos cualidades que aprecio sobremanera. De la escucha casi obsesiva de ese disco surgió el acápite de El gato… y, además, del repaso de la discografía de Yes, el título de la novela sobre Stahl en 2018, que por ahora será Desde el sur del cielo.
¿Ves diferencias entre la escena musical de los ´90 y la actual?
La única escena musical de los ‘90 que conocí es la que incluía a mis amigos y a mis compañeros de liceo y/o facultad. Recuerdo escribir letras de los Doors en pizarrones, querer vestirme como (Jim) Morrison y “escribir poesía”, escuchar Pearl Jam en 1992 porque a alguien en un canal de televisión uruguayo se le ocurrió decir que la banda de Eddie Vedder equivalía a unos “nuevos Doors”, grabar Nevermind e Incesticide en los lados de un cassette de 90 minutos, vestirme a la grunge, no lavarme el pelo, cantar el inolvidable verso “I used to be a little boy” de Disarm, de los (Smashing) Pumpkins, o “They come to snuff the rooster”, de Rooster, de Alice in Chains. Más allá de eso no conocí en su momento bandas uruguayas –dejando de lado las que sonaban en las radios o en los boliches–, no participé del circuito under de la música. A los famosos antros montevideanos de los ’90, como Juntacadáveres por ejemplo, nunca fui. Mi primera banda, formada en 1997, fue, literalmente, una banda de garage. O, mejor, de dormitorio. En la década del 2000 fue diferente, ahí sí estaba más en el asunto (es decir que a esos antros sí fui). Pero lo que hice fue teñirme el pelo de naranja y cortármelo como Bowie en la época de Earthling. Más allá de eso, sólo te podría contestar con más obviedades: los MP3 y el retroceso de la cultura del álbum, el metal y sus innumerables categorías y compartimentos, que revelan una enorme vocación por ser etiquetado, definido, por funcionar en un esquema precedente; la aburrida ironía de los hipsters; el hecho de que no entiendo el low-fi y que prefiero escuchar Tales from topographic oceans de Yes a muchas bandas surgidas después del 2000; el hecho de que eso me convierte en un dinosaurio; el hecho de que me siento cómodo con las escamas, colmillos y bracitos inútiles.
¿Qué antros estaban de moda en Montevideo en el 2000?
De los primeros años de la década recuerdo, por ejemplo, a Pachamama, un lugar especialmente pintoresco (una especie de subsuelo a la Club Hell de Matrix Revolutions) que incluso hospedó la primera convención de historietas y cosplayers, Montevideo Comics, que va ya por su décima edición. Más adelante en la década abrió BJ, donde toqué dos veces con mi banda, y también Amok, un lugar pequeño, oscuro y mezquino que parecía querer convocar a los fantasmas de (Arthur) Rimbaud y (Paul) Verlaine pero apenas atinaba a convocar espejismos intrascendentes, como el de Eduardo Mateo. En algún momento abrió La Ronda, núcleo de hipsters desprovisto de mística que todavía sobrevive y al que voy muy de vez en cuando –generalmente para escuchar a algún amigo poeta que ofrezca esa noche una lectura, aunque en realidad detesto las lecturas de poesía.
¿Qué fue de tu faceta como músico?
Entre 2002 y 2008 integré como guitarrista y compositor (y ocasionalmente cantante, con resultados deplorables) una banda que quiso hacer glam rock y terminó tratando de parecerse a Tool, o mejor dicho a una versión de Tool simplificada a la Marilyn Manson. También toqué en bandas de covers de hard rock clásico y rock gótico old school, pero después de 2008 decidí abandonar toda esperan… digo, pretensión. Desde entonces he tocado para divertirme, con amigos, pero nada más.
Belén Russomanno

domingo, 9 de septiembre de 2012

Ramiro Sanchiz: "No creo en los textos terminados"

El escritor uruguayo presentó recientemente la segunda edición de Algunos de los otros (redux), volumen de relatos que está disponible en internet.
Ramiro Sanchiz (1978) es un destacado autor uruguayo. Ha escrito casi una docena de libros y publica regularmente en distintos blogs (entre ellos, Partículas rasantes, Historietas rasantes, Proust rasante). Hace poco presentó su libro de cuentos Alguno de los otros (redux) para descarga gratuita (http://www.otrocielo.com/algunosdelosotrosredux.html). A propósito de esta nueva edición, Fondo Negro dialogó con él.

—¿Existe algún eje temático que una los relatos de Algunos de los otros (redux)? ¿O es más bien un espacio donde se tensionan distintos temas y estilos?
Bueno, no sé si me atrevería a hablar de un eje temático, especialmente desde que en un sentido inmediato la temática de los relatos es variada, pero lo cierto es que todos los cuentos están vinculados a través de un personaje —que a veces incluso es el narrador— o, mejor dicho, de un reparto de personajes (Jon, Rex, Federico Stahl, etcétera)     y, además, son propuestos como partes de un mosaico narrativo mucho más amplio, una macronovela podría decirse, del que cada cuento o cada novela publicada en rigor no es otra cosa que un capítulo.

—Pese a que lo explica en la nota final de su libro, ¿podría hablarnos acerca de cuáles son las diferencias entre esta nueva edición de tu libro y la
primera?
La primera edición, para empezar, incluía cinco textos que no aparecen en ésta; a la vez, la nueva selección incorpora otros cuatro; si bien la conexión —en cuanto a lo que te decía sobre la “macronovela”— entre los relatos ya era asumida en la edición de 2010, ahora los cuentos elegidos, me parece, se amalgaman mejor. Eso puede deberse a que la primera edición incluía cuentos relativamente viejos (uno de ellos de 2001, por ejemplo), previos a la idea de comenzar ese mosaico narrativo.

—¿Qué gestos plantea el hecho de volver a un texto publicado y reformularlo para una segunda edición? ¿No es invalidar la primera edición? O, más bien, ¿sería una forma distinta de dialogar con la escritura?
No creo en los textos terminados. Creo, en todo caso, en la vida de los textos. Una vida que es afectada por mis decisiones en tanto “autor” y, por supuesto, por los lectores y editores y espacios de visibilidad. En ese sentido, como escritor siento que puedo continuamente volver a un texto (teniendo en cuenta además su condición de “capítulo”, de parte de un todo) para reformarlo según sienta en el momento. Además, las versiones “originales”, o primarias digamos, persisten: en la web, en los libros, etcétera. En ese sentido, si vuelvo a publicar un cuento, en rigor estoy proponiendo una variación nueva, quizá apenas diferente, quizá tremendamente divergente. Ninguna es la “definitiva”: alguna será la “última”, pero no necesariamente la “mejor”.

—Escribe mucho en distintos blogs y ha publicado antes en versión digital. ¿Cuál es la importancia de las (no tan) nuevas tecnologías para la actividad literaria (para la distribución y para la creación)?
Creo que ante todo se ha producido en los últimos digamos 10 años una suerte de cambio en el relacionamiento entre un autor y los textos expuestos a los lectores; entre otras cosas, es más fácil asumir una postura como la que te comentaba en la respuesta anterior. Porque, evidentemente, es más fácil ahora que hace 15 años publicar y volver a publicar. En cualquier caso, me interesan mucho las diversas posibilidades que se han abierto recientemente, no sólo las digitales. Pienso, por ejemplo, en las editoriales cartoneras, en las editoriales gestionadas por entusiastas de la literatura que no persiguen necesariamente una forma de ganarse la vida y, por eso, pueden apostar por textos que les parezcan ante todo interesantes. La tecnología —posibilidades de impresión en tiradas más reducidas, por ejemplo— también influye ahí.

—En muchos de los cuentos de Algunos de los otros (redux) la trama gira en torno a la literatura (escritores, libros, etcétera), ¿hasta qué punto ésta puede crear ficción al volverse sobre sí misma?
Todo puede ser leído como ficción: la historia, la filosofía, la biología, la cosmología, por dar unos pocos ejemplos. Y una interesante ficción es que las vidas sólo existen cuando se las escribe, como dice Rodrigo Fresán en La velocidad de las cosas. Entonces, no veo mayor diferencia en cuanto a escribir sobre experiencias “reales” o escribir sobre otras ficciones u otros textos. Incluso, si pensara en escribir sobre cosas que “me pasaron”, no sólo escribiría acerca de, por ejemplo, los años en que toqué en varias bandas de rock, sino también sobre los libros que he leído. En ese sentido, las aventuras de Paul Atreides en Dune o los celos del narrador de En busca del tiempo perdido son cosas que me pasaron a mí. Cabe pensar que sobre la literatura se produce un discurso llamado “crítica”, que no parece a simple vista “narrativo”, pero, evidentemente, también puede asumirse o leerse como ficción; además, ya es una suerte de perogrullada hablar de intertextualidad y cómo todos los textos se funden en otros textos.

—¿Cómo se relaciona usted con la literatura latinoamericana contemporánea? ¿Cómo se podría describir el momento actual que se está viviendo?
Me interesan muchos escritores latinoamericanos, la mayoría —supongo que por razones geográficas y de disponibilidad de los textos— argentinos: Juan Terranova, Pola Oloixarac, Ariel Idez, Juan Manuel Candal, Hernán Vanoli; también argentinos y latinoamericanos extra o desterritorializados, como Carlos Llabé, Patricio Pron, Edmundo Paz Soldán, Rodrigo Fresán, Juan Sebastián Cárdenas, Tryno Maldonado y Liliana Colanzi. Ellos y ellas me interesan; la literatura latinoamericana contemporánea, así en abstracto o como un tema en sí mismo, no tanto. Espero que el momento actual implique una mayor posibilidad —internet y nuevas prácticas de publicación mediante— de acceso a los textos; no creo que exista, más allá de eso, otra constante visible o legible. Si pienso en ponerme a relacionar a los escritores latinoamericanos recientes que conozco y a los argentinos y a los uruguayos que leo, sólo puedo concebir un gran mapa, un territorio de geografía variadísima. Fauna, flora y geología heterogénea, digamos. Más allá de esto, a lo largo de mi vida como lector (e incluso como escritor) no podría decir que mis mayores fascinaciones —o los escritores que creo que me marcaron— vienen de la literatura latinoamericana.
1978 es el año en que nació el escritor Ramiro Sanchiz en la ciudad de Montevideo, Uruguay.


Publicada originalmente en el suplemento Fondo Negro del periódico La Prensa, La Paz, Bolivia, el 9 de septiembre de 2012

miércoles, 13 de junio de 2012

"El virus de la narración", entrevista de Leticia Martin para Revista Tónica #2

¿Cómo hiciste para escribir ocho libros a los 33 años?
Según Juan Manuel Candal voy a morir a los 45 años, pero yo no me fiaría mucho de ese pronóstico. Me resulta curioso pensar ahora, en retrospectiva, que todos son del 2008 para acá. Cuando empecé con Stahl, personaje de varios libros míos, me tomó dos años acumular cientos de páginas de nada. Las tiré y empecé de nuevo. Escribí 01.lineal, después Perséfone y algunos cuentos. Ahí fue cuando agarré envión. El otro día comentaba con mi amigo Rodolfo Santullo, que ahora publica un libro de cuentos con Llantodemudo Ediciones, de Córdoba, que cuando termino de escribir algo como mucho me paso un día sin escribir.

¿Leer es una actividad paralela a escribir?
Cuando estoy escribiendo leo poco y rápido: unas horas nomás, de noche o después de almorzar. Ponerme más serio con la lectura me implica invariablemente escribir menos. En verano me iba a Piriápolis, por ejemplo, y me pasaba leyendo del viernes al domingo.

¿Usás alguna droga para escribir?
No. ¡Ni café tomo! Estoy tratando de bajar un poco la ansiedad. La marihuana me pone muy ansioso también, por eso dejé de fumar hace ya unos años. Tomo té de tilo, ese tipo de cosas de vieja que, por ahora, un poco me resultan.

¿Escribís conectado?
Sí. Cancelo los procesos paralelos cuando veo que hay algo especial en lo que estoy escribiendo. Corto FB, MSN o lo que sea. De todas maneras la distracción es fundamental. Yo vivo en un perpetuo estado de semi distracción que me permite escribir y ver lo que escribo al mismo tiempo. Como en dos líneas paralelas, casi diferidas, una especie de canon.

¿Cuándo se es escritor?
Me parece que los escritores que “dan cuenta” de las cosas son los que se portan bien. No me interesa ser ese tipo de escritor. Cuando se vio algo y se sabe que hay que escribirlo; cuando no se puede vivir salvo en la escritura; cuando abrís un largo juicio a las palabras, cuando sentís que lo que estás diciendo está entre comillas, o peor, cuando sentís que estás pensando entre comillas. Lo de los premios es lo menos relevante en lo que pueda pensar. Antes escribía para ganar minitas, pero luego me di cuenta de que con la
música era más fácil.

¿Qué efecto querías lograr cuando elegiste narrar los flashbacks en Trashpunk?
Me pareció que era una manera de interrumpir un poco el relato lineal. La primera versión del texto la escribí en una sentada en dos días, pero era mucho más corta y en plan Stahl rememorando, como otro fascículo más de su autobiografía. No me convenció, así que empecé a tocar cosas y a introducir la otra trama, la de las vecinas. En algún momento me gustó eso de poner “Flashback 1”, sin transiciones ni continuidad. Aparte me gusta la palabra “flashback”. Era un gran videojuego que tuve en la primera PC que me compré, hace ya tiempo.

¿Qué es el Salvo y qué querés representar ahí?
El Salvo es un edificio muy icónico de “Tontovideo”; acá lo odiás o entrás en toda la mística boluda del Montevideo sesentero rescatado por los tipos que tocaban Canto Popular en los ‘80. Curiosamente en Buenos Aires hay un edificio del mismo arquitecto, Mario Palanti, que está en Avenida de Mayo: el
Palacio Barolo. Me gustaba esa cosa medio de nave espacial rococó. Rock-cockcó. El Salvo es un lugar feo, yo medio que detesto esa parte de Montevideo, la Ciudad Vieja, es como un cliché pegado a la calle y en estado avanzado de descomposición después de tantos años.

¿Cómo se gana la vida un escritor bastante publicado del otro lado del Río de la Plata?
Laburé hasta hace poco haciendo tareas de edición en una ONG, pero es algo bastante zafral, que tengo año tras año entre marzo y septiembre u octubre. El año pasado por alguna razón las cosas se extendieron y estuve hasta hace poco ahí; ahora retomaré más cerca de fin de año. Mientras vivo de ahorros y
curritos varios, como escribir reseñas.

¿Por qué decidiste publicar en la editorial del CEC en formato digital?
Me convenció Juan Terranova; yo antes quería una edición de lujo, tapa dura, papel de alto gramaje, ilustraciones y todo eso. Pero de un día para el otro me compré un Kindle y publiqué Trashpunk. En realidad me da lo mismo papel o digital; creo que lo que importa es la vida de los textos. Aunque me encantan los libros de papel y cartón, y pienso seguir acumulándolos toda la vida, pienso que un texto que podés descargar gratis tiene otro tipo de existencia: te pueden leer quién sabe dónde, gente a la que no llegarías con el sistema más simple de edición. Por ejemplo, uno de mis editores en Montevideo no puede hacer entrar sus libros a Buenos Aires, por lo que mi última novela se quedó acá, pese a queunos cuantos lectores argentinos la estimaron, quizá más que muchos uruguayos. Esa es la vida de esa novela hasta ahora. Con Trashpunk pasa otra cosa. Los textos deben circular.

¿Cuánto hay que corregir un texto antes de publicarlo?
Tenés que corregir, pero tampoco me sirve lo que hizo Fernanda Trías: se pasó 10 años para volver a publicar la misma novela, que me encanta, pero retrabajada y nunca sabré si mejorada o empeorada. Una vez que publiqué igual puedo seguir corrigiendo ese texto. Me gusta que convivan versiones levemente diferentes de todos mis textos. Trashpunk, por ejemplo: hay una versión en la Revista Axxón que fue considerablemente cambiada en la edición del CEC. La publicación no hace sino fijar un momento en la vida del texto, que podrá evolucionar para otros lados desde mis manos y desde las lecturas de la gente a la que le llegue. Dejo de lado el sentido más simple de que cada lector sigue trabajando en el texto: me refiero al trabajo sobre mundos ficcionales. No te puedo decir que “aspiro” a eso, porque no está en manos de nadie, pero envidio mucho a Lovecraft en ese sentido. Hay escritores que quieren volver a lo que hizo otro antes y continuarlo. Bach se pasaba estudiando la obra de los compositores anteriores y con eso sacaba material para sus obras más ambiciosas, de las cuales también sacaba melodías que usaba a su vez en otras obras; luego de muerto Bach otros compositores tomaron esas líneas y siguieron adelante el proceso. En última instancia no importa Bach, ni importan esas líneas: importa la trama, el relacionamiento. En el último libro
de Juan Manuel Candal hay un cuento que escribimos a cuatro manos; la idea básica era suya, pero me las arreglé para meter a Stahl. Me encantaría que mi literatura fuera un virus que entre en otros libros y los infecte para producir más copias de sí mismo, copias que pueden mutar y evolucionar. Eso es lo que
pretendo breve y resumidamente. Ese es “mi programa”.

Me estás hablando de un virus que infecte la literatura universal. A nivel virtual, un virus te destruye la máquina.
Justamente se habló tantas veces de “romper” la literatura… ¿Qué más nos queda? ¿Qué otra literatura vale la pena infectar? Si encima están todas conectadas. La literatura uruguaya, para empezar, no existe: son un montón de señores y señoras que escriben; la argentina es la que está más cerca.

Publicada originalmente en junio de 2012 en Revista Tónica #2.