“Me
teñí el pelo de naranja como Bowie”
Una
cara no tan nueva (publicó más de una decena de libros) se empieza a hacer ver
cada vez más en el mundillo de las editoriales independientes. Ramiro Sanchíz,
escritor y periodista, se aparta un momento de sus clásicos relatos ucrónicos y
se mete de lleno con el rock que suena en ellos.
He aquí un invento: una jukebox
literaria. Funcionaría así: después de flippear las bandejas metálicas
en las que reposan varios libros, se marca el número del elegido, la rockola lo
expide y, como grand finale, hace sonar las canciones que él menciona.
Tarde piaste, pajarito, porque así
funcionan las obras de Ramiro Sanchíz. Sus relatos se mueven como una especie
de máquina generadora de links frenética, por la permanente y numerosa cantidad
de referencias musicales que pone a disposición. Uruguayo, Sanchíz integra ese
grupo de escritores que está bueno leer con el Google a mano y que vale la pena
dar a conocer.
¿Cuán imprescindible es poner en tus
relatos cosas que tengan que ver con la cultura rock?
No sé si
imprescindible es el término que usaría. Constato que muchas metáforas,
analogías o formas de pensar de alguna manera asumen la cultura rock, se
desprenden de ella, la extrapolan. Está en mi ADN, supongo, como si comparara
las tetas maravillosamente formadas y discretas de fulanita con Revolver o
las grandes y quizá más imperfectas de menganita con el Álbum Blanco.
Cualquier narrativa que pretenda reclamar vida para sí deberá acercarse a una
épica. Lo hizo (William) Burroughs con sus queers y sus drogones, (Jack)
Kerouac con sus hipsters, (Philip K.) Dick con sus desempleados que se ponen a
hablar de filosofía -mientras los aliens invaden la Tierra– tras haber leído
media entrada de la Enciclopedia Británica. También lo hizo (Roberto) Bolaño
con sus poetas invisibles y derrotados. Si es verdad que se escribe de lo que
se sabe, me gusta pensar que intento buscar esa mitología del rock invisible,
under, fracasado.
Mencionaste discos de los Beatles,
¿en qué sentido el Álbum Blanco es más “grande e imperfecto” que Revolver?
Creo que Revolver
es el mejor álbum grabado por los Beatles, como esfuerzo de banda, como LP
redondo, pulido, casi perfecto (en segundo lugar pondría Abbey Road,
sólo en tercero Sgt Peppers y, ahí pegado, Rubber Soul). Redondo,
perfecto y “esfuerzo de banda” son calificativos que difícilmente sean
aplicables al Blanco, que es mi disco favorito de los cuatro. Es
excesivo, fuera de escala, audaz, y prefigura no sólo lo que harían los Beatles
después (el plan “retorno a las raíces” del proyecto Get back/Let it be;
el artesanado clásico “a la Beatle” de Abbey Road) sino casi toda la música de
la década de 1970: punk (en “Everybody’s got something to hide” hay un
riff que luego se convertiría en una firma de cualquier acto punk rock),
protometal (“Helter Skelter”), moods postpunk (“Dear prudence”).
En alguna oportunidad dijiste que te
sentías más cercano a la tradición literaria argentina que a la uruguaya, sobre
todo en ciencia ficción, ¿en música te pasa lo mismo?
No me
siento especialmente cerca de lo que conozco de la música argentina. Respeto la
obra de gente como (Charly) García, (Luis Alberto) Spinetta o (Gustavo) Cerati,
pero casi no los escucho. Ninguna banda uruguaya o argentina me marcó de
verdad, como sí lo hicieron muchísimas anglosajonas.
¿Compartís el desagrado por la
música de los ´80 que tiene tu personaje estrella Federico Stahl?
Stahl es
un poco más fundamentalista que yo y sus amigos un poco más fundamentalistas
que él. Por otra parte, cuando tenía la edad que tiene Stahl en buena parte de
las ficciones que lo incluyen (Perséfone, sobre todo, o Vampiros
porteños, sombras solitarias) pensaba casi lo mismo que él sobre los ’80.
Ahora, quizá, he matizado un poco ese rechazo visceral, que era una herencia
evidente de los ’90 y del hecho de que grandes bandas clásicas de los ’60 y ’70
vieran en los ’80 su peor momento: (David) Bowie con Never let me down,
por ejemplo.
¿Qué disco o artista todavía no
nombraste en tus obras?
Curiosamente,
la respuesta a esta pregunta es bastante fácil y concreta: Bob Marley. Nunca me
llevé bien con el reggae sino hasta hace poco. Para una novela que estoy
escribiendo, concretamente para unos personajes que aparecen en un episodio en
particular (una secta “neorasta” que actúa en Montevideo hacia 2018) investigué
un poco la cultura y la religión rastafari y, para tener como banda sonora del
proceso de escritura, me bajé unos FLACs de tres discos de Marley, Exodus,
Uprising y Rastaman Vibration, que jamás había escuchado
completos y que, ahora, a mis casi 34 años, terminaron por parecerme
maravillosos.
¿La novela incluye a Stahl en otra
realidad paralela?
La novela
incluye a Stahl en una realidad que, a primera vista, es la misma –casi diez
años más tarde– que encontramos en Perséfone y en cuentos como Bichos
o Pisadas. Luego se vuelve evidente que se trata de una realidad
alternativa en la que la tecnología alcanzó la llamada “singularidad
tecnológica” (un momento en el que no es posible predecir el estado de la
tecnología en un lapso breve, en gran medida porque aparecería una “segunda
generación de computadoras”–es decir, computadoras diseñadas por computadoras–;
el concepto fue ideado por pensadores como Vernon Vinge, Damien Broderick, Ray
Solomonoff y Hans Moravec), en los primeros años del siglo XXI. En esa línea
cronológica, allá por 2008, fueron construidas dos grandes Inteligencias
Artificiales. La novela engancha con los planes para la construcción de la
tercera y su instalación en una zona franca en Tacuarembó. Stahl está
escribiendo una novela interminable y absurda, desconectado de todos los
circuitos intelectuales por un escándalo que no se aclara demasiado, y apenas
sobrevive junto a Rex, vendiendo marihuana transgénica y tocando música en los
colectivos.
¿Ya hay planes de edición?
Como
apenas llevo escrita la mitad de la extensión que más o menos le avizoro, no
hay planes de publicación aún. Si todo sale bien, la terminaré hacia mediados
de diciembre.
¿Siempre escribís con música de
fondo?
Siempre.
Ahora, por ejemplo, estoy escuchando el último disco de Slash con su nueva
banda, y hace un rato sonaba The minstrel in the gallery, de Jethro
Tull.
¿Necesitás que la música esté
relacionada con el tema sobre el que escribís o la elección es al azar?
No busco
una relación estricta entre lo que estoy escribiendo y lo que quiero escuchar,
sigo el impulso del momento. De todas formas, siempre se produce alguna forma
de comunicación entre lo que suena y lo
que escribo. A veces a niveles muy básicos: por ejemplo, mientras revisaba El
gato y la entropía #12 & 35, una novela mía que publicará la
editorial Reina Negra en diciembre, me puse a explorar la discografía de Yes y
me enamoré especialmente de un disco bastante denostado, Tales from
topographic oceans, que es excesivo y pretensioso, dos cualidades que
aprecio sobremanera. De la escucha casi obsesiva de ese disco surgió el acápite
de El gato… y, además, del repaso de la discografía de Yes, el título de
la novela sobre Stahl en 2018, que por ahora será Desde el sur del cielo.
¿Ves diferencias entre la escena
musical de los ´90 y la actual?
La única
escena musical de los ‘90 que conocí es la que incluía a mis amigos y a mis
compañeros de liceo y/o facultad. Recuerdo escribir letras de los Doors en
pizarrones, querer vestirme como (Jim) Morrison y “escribir poesía”, escuchar
Pearl Jam en 1992 porque a alguien en un canal de televisión uruguayo se le
ocurrió decir que la banda de Eddie Vedder equivalía a unos “nuevos Doors”,
grabar Nevermind e Incesticide en los lados de un cassette de 90
minutos, vestirme a la grunge, no lavarme el pelo, cantar el inolvidable verso
“I used to be a little boy” de Disarm, de los (Smashing) Pumpkins, o
“They come to snuff the rooster”, de Rooster, de Alice in Chains. Más
allá de eso no conocí en su momento bandas uruguayas –dejando de lado las que
sonaban en las radios o en los boliches–, no participé del circuito under de la
música. A los famosos antros montevideanos de los ’90, como Juntacadáveres por
ejemplo, nunca fui. Mi primera banda, formada en 1997, fue, literalmente, una
banda de garage. O, mejor, de dormitorio. En la década del 2000 fue diferente,
ahí sí estaba más en el asunto (es decir que a esos antros sí fui). Pero lo que
hice fue teñirme el pelo de naranja y cortármelo como Bowie en la época de Earthling.
Más allá de eso, sólo te podría contestar con más obviedades: los MP3 y el
retroceso de la cultura del álbum, el metal y sus innumerables categorías y
compartimentos, que revelan una enorme vocación por ser etiquetado, definido,
por funcionar en un esquema precedente; la aburrida ironía de los hipsters; el
hecho de que no entiendo el low-fi y que prefiero escuchar Tales from
topographic oceans de Yes a muchas bandas surgidas después del 2000; el
hecho de que eso me convierte en un dinosaurio; el hecho de que me siento
cómodo con las escamas, colmillos y bracitos inútiles.
¿Qué antros estaban de moda en
Montevideo en el 2000?
De los
primeros años de la década recuerdo, por ejemplo, a Pachamama, un lugar
especialmente pintoresco (una especie de subsuelo a la Club Hell de Matrix
Revolutions) que incluso hospedó la primera convención de historietas y
cosplayers, Montevideo Comics, que va ya por su décima edición. Más adelante en
la década abrió BJ, donde toqué dos veces con mi banda, y también Amok, un
lugar pequeño, oscuro y mezquino que parecía querer convocar a los fantasmas de
(Arthur) Rimbaud y (Paul) Verlaine pero apenas atinaba a convocar espejismos
intrascendentes, como el de Eduardo Mateo. En algún momento abrió La Ronda,
núcleo de hipsters desprovisto de mística que todavía sobrevive y al que voy
muy de vez en cuando –generalmente para escuchar a algún amigo poeta que
ofrezca esa noche una lectura, aunque en realidad detesto las lecturas de
poesía.
¿Qué fue de tu faceta como músico?
Entre 2002
y 2008 integré como guitarrista y compositor (y ocasionalmente cantante, con
resultados deplorables) una banda que quiso hacer glam rock y terminó tratando
de parecerse a Tool, o mejor dicho a una versión de Tool simplificada a la
Marilyn Manson. También toqué en bandas de covers de hard rock clásico y rock
gótico old school, pero después de 2008 decidí abandonar toda esperan… digo,
pretensión. Desde entonces he tocado para divertirme, con amigos, pero nada
más.
Belén Russomanno